Pedro, Santiago y Jacobo fueron escogidos por el Señor Jesús para estar con él en tres ocasiones importantes:
1. Cuando resucitó a la hija de Jairo (véase Lc. 8:51).
2. Durante su transfiguración en el monte (véase Mt. 17:1).
3. En la angustia del huerto de Getsemaní (véase Mt. 26:37).
Fue un privilegio único ser testigos escogidos del poder, la gloria y los sufrimientos de Cristo. En el monte de la transfiguración, estos tres discípulos contemplaron con sus propios ojos la “majestad” –la gloria real– de Cristo. En realidad, se trataba de un anticipo del reino milenial de Cristo (véase 2 P. 1:16-18).
Sin embargo, incluso en una escena tan sublime, Pedro reflejó el carácter de la naturaleza carnal al hablar con imprudencia. Uno de los problemas de Pedro era que no pensaba antes de hablar. De hecho, Lucas nos dice que habló “no sabiendo lo que decía” (Lc. 9:33). Emocionado al encontrarse en presencia de dos grandes héroes del pueblo judío, Pedro propuso levantar tres enramadas para ellos. Pensó, quizás, en tres enramadas (o tabernáculos) para celebrar la Fiesta de los Tabernáculos (véase Lv. 23:42). Si bien tenía razón en que los tabernáculos representaban el reino del Mesías, él se equivocó al poner a Cristo a la misma altura que Moisés y Elías.
Anteriormente, Pedro había confesado correctamente que Jesús es el Hijo del Dios viviente, y lo hizo por revelación del Padre. Ahora, en el “monte santo”, la voz del Padre lo interrumpió: “Este es mi Hijo amado… a él oíd” (Mt. 17:5). La Ley (Moisés) y los profetas (Elías) solo daban testimonio de Cristo; eran consiervos, al igual que Pedro. Años después, cuando Pedro escribió sobre este episodio, él repitió las palabras del Padre, pero omitió las suyas (véase 2 P. 1:17). Había aprendido que, cuando no sabemos qué decir, lo más sabio es guardar silencio.