La obra del Señor abarca más que la predicación del Evangelio y la enseñanza de la Palabra. Las finanzas, inevitablemente, forman parte de ella y deben ser administradas con fidelidad. “Se requiere de los administradores, que cada uno sea hallado fiel” (1 Co. 4:2), no solo delante del Señor, sino también ante los hombres.
Los primeros creyentes de Jerusalén y las regiones circundantes reunieron sus recursos, vendiendo tierras y posesiones, y depositaron el dinero a los pies de los apóstoles para que se distribuyera según las necesidades. Con el tiempo, la responsabilidad de administrar estos bienes fue asignada a otros hombres fieles. La sabiduría de esta administración se hizo evidente durante los tiempos de hambre y persecusión. Más adelante, partiendo por Antioquía (véase Hch. 11:28-30), las iglesias –compuestas principalmente de creyentes gentiles– comenzaron a ocupar un lugar preponderante en el envío de ayuda económica. En Gálatas 6:6 leemos que este principio también se hace extensivo a nosotros.
Los creyentes de las iglesias en Macedonia y la región de (la actual) Grecia respondieron con generosidad para cubrir estas necesidades. En aquel tiempo, no existían los billetes, los cheques ni las transferencias electrónicas. El dinero consistía en monedas o lingotes de cobre, plata o incluso oro, los cuales debían ser transportados y resguardados con gran cuidado durante largos viajes. Por esta razón, el apóstol Pablo encargó a Tito y a dos hermanos –elegidos por las iglesias locales– la misión de recoger y trasladar estos donativos. Los creyentes los habían apartado cada semana, conforme a la instrucción de 1 Corintios 16:1-4. Pablo elogia a Tito, quien ya había iniciado este servicio con responsabilidad, y se refiere a sus colaboradores con términos de mucho respeto y aprecio.