¡Qué cuadro tan terrible de lo que Satanás puede producir en un corazón humano corrompido! Moralmente hablando, Judas Iscariote era el que estaba más lejos de Jesús, pero, exteriormente, estaba muy cerca de él. Nadie puede estar más expuesto al juicio que aquel que ha tenido los mayores privilegios espirituales sin que la verdad de Dios haya gobernado su alma.
En Judas también vemos la cruel burla de Satanás: cómo engaña a sus víctimas. Es evidente que Judas no esperaba que las cosas terminaran así para Jesús. Lo había visto antes salir ileso de situaciones peligrosas: cuando intentaron apedrearlo, Él pasó en medio de ellos y se fue. Lo había visto caminar sobre las aguas y dominar los elementos naturales. ¿Por qué no también una muchedumbre enfurecida? Judas tal vez pensó que, aun entregándolo, Jesús escaparía como antes.
Pero se equivocó. Había cedido a la codicia. Había negociado por la sangre de Jesús. Y ahora, para su horror, comprendía que todo era real: Jesús sería entregado a la muerte. Entonces, Satanás, el mismo que lo había llevado por el camino de la avaricia, lo deja solo, sumido en una desesperación sin salida. Acude entonces a los sacerdotes, pero ellos le dieron la espalda, dejándolo sumido en la miseria y la desesperación.
¡Qué advertencia solemne! La confesión de pecado sin fe en la gracia de Dios no sirve de nada. No produce fruto. No libera. ¡Oh, alma mía, aférrate a Dios! Cree lo que él es en Cristo. Pero donde no hay amor por Jesús, tampoco puede haber verdadera fe. Judas no tuvo ni uno ni otro. Todo el privilegio exterior que había disfrutado solo agravó el peso que cargaba sobre su alma perdida. ¡Qué advertencia tan solemne es esta! Así termina el pecado –aun en esta vida– cuando se comete contra Jesús.