Si el Señor nos muestra algo en su Palabra –una nueva luz, una verdad que nos impresiona– no suele ser solo para nuestro beneficio individual. Sí, en primer lugar es para nosotros personalmente, pero no deberíamos guardarlo solo para nosotros. ¿No deberíamos compartirlo con otros? Y preferiblemente, hacerlo cara a cara. Vivimos en tiempos en los que basta con pulsar un botón para compartir un pensamiento bíblico con cientos de personas en redes sociales. Pero hay algo especial y necesario en hablar unos con otros directamente y decir: «Esta mañana he encontrado algo muy valioso en la Palabra de Dios, y me gustaría compartirlo contigo». Puede ser con una sola persona, con nuestra familia o con un grupo de personas. Nuestros labios han de declarar los juicios de Su boca.
Eso fue precisamente lo que hizo el Señor Jesús. En el Salmo 40 –una profecía mesiánica– encontramos estas palabras: “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley está en medio de mi corazón. He anunciado justicia en grande congregación; he aquí, no refrené mis labios, Jehová, tú lo sabes. No encubrí tu justicia dentro de mi corazón; he publicado tu fidelidad y tu salvación; no oculté tu misericordia y tu verdad en grande asamblea” (Sal. 40:8-10). Primero, la Ley estaba en su corazón. Pero no quedó allí: la anunció públicamente. Vemos lo mismo en el Salmo 119.
Antes de que podamos compartir la Palabra con otros, esta debe ser preciosa para nuestras propias almas. No podemos dar lo que no hemos recibido. Un ejemplo ilustrativo lo hallamos en el libro de Rut. Ella espigó en el campo, comió de lo recogido, y luego, después de saciarse, llevó parte de ello a su suegra (véase Rut 2:18). A primera vista podríamos pensar que fue egoísta al comer primero. Pero, espiritualmente hablando, no hay otra forma: solo después de haber sido nosotros mismos alimentados con la Palabra de Dios, podemos alimentar a otros. Tiene que ser nuestro propio alimento antes de convertirse en el sustento de alguien más.