“Afligidos en diversas pruebas”. Nadie en esta tierra escapa a esta experiencia. Algunas pruebas son breves interrupciones, molestias inesperadas que redirigen nuestra atención. Otras, en cambio, se hunden profundamente en nuestra vida, dejando cicatrices que quizás nunca desaparezcan del todo.
Moisés, el varón de Dios, expresó que incluso quien vive más que la mayoría de las personas solo puede jactarse de su molestia y trabajo (véase Sal. 90:10). David, el dulce cantor de Israel, clamó con el alma angustiada: “¿Hasta cuándo, Jehová? ¿Me olvidarás para siempre?… ¿Hasta cuándo… [tendré] tristezas en mi corazón cada día?” (Sal. 13:1-2). Incluso nuestros poetas describen la vida como la de un actor que se pavonea y mueve brevemente en el escenario antes de desvanecerse en el silencio. El dolor de nuestras múltiples pruebas es real, y su diversidad puede hacernos sentir incomprendidos, como si nadie pudiera compartir del todo nuestro sufrimiento.
Sin embargo, la Escritura también dice: “tened por sumo gozo cuando os halléis en diversas pruebas” (Stg. 1:2). La respuesta cristiana al sufrimiento no consiste en apagar o negar nuestros sentimientos, como proponen algunas religiones o filosofías. En cambio, reconocemos la realidad del dolor mientras abrazamos la certeza de que Dios está obrando en medio de él, tanto en nosotros como por nosotros. Y lo afirmamos con confianza porque contamos con “la multiforme gracia de Dios”. Curiosamente, la palabra traducida como “multiforme” –rica en matices, como una pintura compuesta de muchos colores– es la misma que se utiliza para describir nuestras “diversas pruebas”.
Cuando parece que no hay fin a la variedad de nuestras pruebas, descubrimos que tampoco hay límite para la variedad de la gracia de Dios. Ninguna prueba es tan profunda que su bondad no pueda alcanzarnos. Ningún sufrimiento es tan único que Dios no pueda responder con un suministro exacto, preparado desde el almacén inagotable de su gracia.