Dios ordenó a Israel que estableciera jueces y oficiales para garantizar que el pueblo fuera juzgado con justicia. Dios es justo, y no cerrará los ojos ante la injusticia. Como nos recuerda el salmista: “Justicia y juicio son el cimiento de tu trono” (Sal. 89:14).
Como creyentes, debemos aprender a no vengarnos, porque “conocemos al que dijo: Mía es la venganza, yo daré el pago, dice el Señor. Y otra vez: El Señor juzgará a su pueblo” (He. 10:30). En 1 Corintios 6, Pablo reprende a los corintios porque algunos se demandaban unos a otros ante los tribunales civiles. Entonces, les muestra la actitud cristiana al preguntar: “¿Por qué no sufrís más bien el agravio? ¿Por qué no sufrís más bien el ser defraudados?” (1 Co. 6:7). Esta es una actitud difícil para el hombre natural. Sin embargo, el Espíritu de Dios puede producir esto en nosotros por medio de su poder.
Pero ¿qué sucede cuando necesitamos ayuda en situaciones conflictivas o en asuntos difíciles? Si, como dice la Escritura, vamos a juzgar al mundo y a los ángeles (véase 1 Co. 6:2), debemos ser capaces de juzgar los asuntos de esta vida. Esto, sin embargo, requiere una verdadera sumisión al Señor.
Si recurrimos a hermanos sabios para que ejerzan juicio en una situación, confiando en su discernimiento, también debemos someternos a su juicio. Si nos negamos a aceptar su juicio porque no es el resultado que esperábamos, esto manifiesta falta de sumisión y que la carne está en acción. En tal caso, no deberíamos extrañarnos si los problemas continúan.
Dios es justo y desea que haya justicia entre su pueblo. Si sufrimos injusticia, debemos seguir el ejemplo de Cristo, quien encomendó “la causa al que juzga justamente” (1 P. 2:23). No busquemos la justicia para nosotros mismos, caminando así rectamente a los ojos de Dios.