Pedro y el resto de los apóstoles habían llegado al final de un día largo y agotador. Además de acompañar a Jesús en su ministerio, habían sido testigos –y partícipes– de la milagrosa alimentación de la multitud (véase Mt. 14:13-21). Solo ese suceso ya merecía meditación y asombro, pero lo que vivirían en las siguientes horas marcaría sus vidas para siempre.
Al caer la noche, el Señor hizo subir a los discípulos a una barca y dirigirse al otro lado del lago, mientras él se retiraba a un monte para orar (vv. 22-23). Pero a la mitad del trayecto, cerca de las tres de la madrugada, se vieron golpeados por fuertes vientos. Mientras las olas los zarandeaban, fueron presa del terror al ver una figura que se acercaba caminando sobre el agua. Supusieron que era un espíritu… ¡pero era Jesús! Él calmó sus temores con una tierna y poderosa afirmación: “Yo soy”.
El Señor estaba en el monte mientras los suyos estaban en la barca. Qué vívida imagen de nuestro tiempo presente: Cristo, nuestro gran Sumo Sacerdote, intercede por los suyos desde el cielo mientras atravesamos tormentas aquí abajo (véase He. 4:15; 7:25). Cuando un creyente afligido atraviese pruebas en medio de la noche, que recuerde: 1. Cristo me trajo hasta aquí –él me puso en la barca. 2. Cristo está orando por mí. 3. Cristo vendrá a mí en medio de la prueba.
Lo que sucedió a continuación fue un momento extraordinario en la vida de Pedro. Abandonando la seguridad de la barca, se acercó al Señor caminando sobre las aguas. Muchos de nosotros hemos hallado aliento y desafío en ese paso de fe, y en las circunstancias que lo rodearon. ¿Somos discípulos del Señor Jesucristo? Entonces aprendamos de aquel que caminó cerca de su Señor y fue amado por él.