El Salmo 16 expone las perfecciones morales de Cristo, el Hombre perfecto, durante su vida en este mundo –un mundo caracterizado por el pecado y la muerte. Él es el único estándar de verdadera excelencia, el modelo perfecto para todo creyente. Meditar en su camino, en toda su hermosura, cautivará nuestros afectos y los dirigirá hacia él.

Esta vida perfecta es una vida de dependencia constante, en la que el Señor es el Consejero y Guía. Escrito está: “El hombre no es señor de su camino, ni del hombre que camina es el ordenar sus pasos” (Jer. 10:23). Y también: “Reconócelo en todos tus caminos, y él enderezará tus veredas” (Pr. 3:6). No se trata simplemente de acudir al Señor en medio de alguna gran emergencia, sino de vivir cada día reconociéndolo en todos los detalles de la vida –sean grandes o pequeños– y de esperar en siempre. Cuando actuamos así, él nos conduce, y con gratitud podemos decir: “Bendeciré al Señor que me aconseja” (Sal. 16:7).

La vida perfecta tiene un solo objeto: Cristo. Él anduvo por esta tierra con una sola meta delante de él. Puso siempre a Dios como su único enfoque. En una vida así no hay lugar para uno mismo ni para la voluntad propia. Este es el camino abierto también para el creyente, aunque debemos reconocer cuán poco lo conocemos en la práctica. Sin embargo, si día tras día ponemos al Señor delante de nosotros como nuestro único propósito –servirlo, agradarlo y hacer su voluntad–, ¿no experimentaremos que él está a nuestra diestra para sostenernos? Entonces no seremos conmovidos ni desviados por ninguna circunstancia adversa, oposición, desprecio o sufrimiento que podamos ser llamados a enfrentar.