El Señor está cerca: Domingo 6 Septiembre
Domingo
6
Septiembre
Si su ofrenda fuere holocausto vacuno, macho sin defecto lo ofrecerá.
Levítico 1:3
¿Quién puede comprender la obra de Cristo en la cruz?

El holocausto nos presenta un tipo de Cristo que “se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios” (He. 9:14); por esto, el Espíritu Santo le asigna el primer lugar entre los sacrificios. Si el Señor Jesús se ofreció para cumplir la obra gloriosa de la expiación, fue porque el objeto supremo que perseguía ardientemente en esta obra era la gloria de Dios: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad” (He. 10:7). Estas palabras fueron el sublime lema de Jesús en cada una de las escenas y circunstancias de su vida, y nunca encontraron más completa y evidente expresión que en la obra de la cruz. Cualquiera que fuera la voluntad de Dios, Cristo vino para hacer esta voluntad. ¡Gracias sean dadas a Dios! Nosotros sabemos cuál es nuestra parte en el cumplimiento de esta “voluntad”.

Sin embargo, la obra de Cristo se dirigía siempre y, ante todo, a Dios. Cristo encontraba su dicha en cumplir sobre la tierra la voluntad de Dios, y esto era lo que ninguno, antes que él, había hecho. Por la gracia, algunos habían hecho “lo recto ante los ojos de Jehová” (véase 1 R. 15:5, 11; 14:8). Pero nadie había hecho la voluntad de Dios siempre, perfecta e invariablemente, sin titubear. Jesucristo fue el hombre obediente: fue “obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil. 2:8). Él “afirmó su rostro para ir a Jerusalén” (Lc. 9:51). Y más tarde, al ir del huerto de Getsemaní a la cruz del Calvario, expresó la sumisión absoluta de su corazón con estas palabras: “La copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber?” (Jn. 18:11).

Ciertamente había un perfume de olor suave en esta absoluta sumisión. La existencia de un Hombre perfecto, sobre la tierra, cumpliendo la voluntad de Dios, aun en la muerte, era para el cielo un asunto digno del más alto interés. ¿Quién podía sondear las profundidades de ese corazón sumiso que se desplegó ante Dios en la cruz? ¡Nadie sino solo Dios!

C. H. Mackintosh