Esta burla orgullosa y mal intencionada no hizo más que resaltar la gloria de Aquel que dijo: “No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento” (Lc. 5:32). Cuando los marginados y pecadores se acercaban con tímido arrepentimiento a los pies de Jesús, no hallaban dureza ni reproche, sino una acogida compasiva y misericordiosa.
Consideremos, por ejemplo, a Nicodemo, quien se escabulló bajo el amparo de la noche para evitar ser visto. Es un retrato de miles que, en cada generación, han venido tímidamente a Jesús –él no reprende esta timidez. ¿Significa esto que debemos pensar con ligereza del pecado, encubriéndolo o restándole gravedad? De ninguna manera. El pecado debe ser condenado con firmeza. Sin embargo, debemos aprender a distinguir con cuidado entre la ofensa y el ofensor.
Nada en nuestras palabras o acciones debería llevar a un alma a alejarse con la impresión de que ya no hay esperanza. Recordemos que él recibe a los pecadores, y nosotros también deberíamos hacerlo. ¿Nos atreveríamos, entonces, a emitir juicios duros, severos o implacables sobre un hermano o hermana que ha pecado? ¿Nos atreveríamos a declarar a alguien fuera del alcance de la misericordia de Dios? No. Cuando la miseria, la depravación o incluso la reincidencia se crucen en nuestro camino, soportemos con paciencia, instruyamos con ternura y enfrentemos la situación con el mismo espíritu con el que Jesús actuó… y sigue actuando.
¡Ah, si tan solo tuviésemos dentro de nosotros el amor inconquistable de Cristo por las almas, y su ardiente deseo por la felicidad eterna de los pecadores! Nos dedicaríamos con mayor frecuencia a la exhortación sincera y a la súplica compasiva, en lugar de entregarnos a pensamientos duros o palabras repulsivas. Si tuviésemos la mente de Cristo, nos preguntaríamos más a menudo: «¿He recordado lo que la gracia ha hecho por mí… y lo que esa misma gracia puede hacer por los demás?»