Nuestro mundo democrático está lleno de elecciones. Pero la más trascendental de todas ocurrió hace casi dos mil años, no en una urna ni en una asamblea legislativa, sino en la sala de juicio de un orgulloso –y a la vez patético– gobernador romano llamado Pilato.
No hubo discursos de campaña. El electorado, ruidoso pero irreflexivo, no comprendía del todo lo que estaba en juego. La cuestión central estaba hábilmente distorsionada. Y los «candidatos», en lugar de aspirar a un puesto de honor y responsabilidad, estaban ante el pueblo para una sombría decisión de vida o muerte. Uno sería liberado. El otro, crucificado.
El pueblo eligió a Barrabás: un hombre culpable de sedición, robo y asesinato, alguien que vivía para su propia voluntad, sin importar el daño que causaba. Y rechazó a Jesús: un Hombre inocente, acusado falsamente de blasfemia y subversión, quien obedeció la voluntad de Dios hasta el extremo, al costo de su propia vida.
Esa elección reveló la condición natural del ser humano: más afín al espíritu de Barrabás que al de Cristo. Es una verdad inquietante, una realidad que sigue proyectando su sombra sobre la historia. El fracaso de nuestra civilización para alcanzar la paz verdadera no es casual: es la consecuencia directa del rechazo al Príncipe de Paz.
Y, sin embargo, Dios usó esa elección miserable como plataforma para desplegar su amor. El Cristo rechazado se convirtió en el Cristo crucificado… y luego en el Cristo resucitado y glorificado. La salvación que todos necesitamos está disponible para aquellos que, por la fe, reciben a Jesús y permiten que su amor reemplace al odio barrabasiano. La gran pregunta en estas elecciones es: “¿Qué, pues, haré de Jesús, llamado el Cristo?” (v. 22). Querido lector, ¿ha votado ya?