¿Cómo sabemos si somos discípulos de Cristo? Un discípulo es alguien que sigue y aprende de su maestro. El Señor Jesús habló con frecuencia acerca del discipulado en los evangelios sinópticos, subrayando que este implica negarse a uno mismo. Sin embargo, en el Evangelio según Juan, descubrimos señales aún más profundas del verdadero discipulado: permanecer en su Palabra (Jn. 8:31) y amar como él nos ha amado (Jn. 13:34-35).
En el pasaje de hoy, encontramos otra evidencia vital de un verdadero discípulo: ¡una preocupación genuina por la gloria del Padre! Es por esta razón que debemos dar fruto. El fruto no es para el pámpano, ¡sino para el Labrador!
¿Cómo glorificamos al Padre? Entregándonos plenamente a él, permitiéndole levantarnos del piso y podarnos. El Padre se glorifica cuando permanecemos en su Hijo, caminamos cerca de él y nos parecemos a él cada día más. ¡Este es el fruto que el Padre busca en nuestras vidas!
Pedro lo expresó así: “Si alguno ministra, ministre conforme al poder que Dios da, para que en todo sea Dios glorificado por Jesucristo” (1 P. 4:11). Y Pablo nos escribió: “Si, pues, coméis o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios” (1 Co. 10:31). Vivimos para su gloria, no para la nuestra. ¡El poder para hacerlo viene de él, y es para él!
¡No podemos añadir nada a la gloria de Dios! Sin embargo, a medida que permanecemos en Cristo, en comunión y dependencia, su vida se manifiesta en nosotros y a través de nosotros: ¡este es el fruto que glorifica al Padre! Esta clase de fruto no surge de preguntarnos: «¿Qué puedo hacer por el Señor?», sino en vivir la vida de Cristo.
Glorificar al Padre significa expresar las riquezas de la vida divina mientras permanecemos en la Vid. ¡Esa es la vida que da fruto, y esa es la vida que glorifica al Padre!