Si Dios se ha satisfecho a sí mismo en lo que respecta a mis pecados, yo también puedo estar satisfecho. Sé que soy un pecador. Sé –porque la Palabra de Dios me lo dice– que ni una pizca de pecado puede entrar en su santa presencia. Por lo tanto, para mí no había otro destino posible que la separación eterna de Dios. Pero, ¡oh, el profundo misterio de la cruz, el glorioso misterio del amor redentor! Veo a Dios mismo tomando todos mis pecados, tal como él los conocía y valoraba, y cargándolos sobre la cabeza de mi bendito Sustituto. Dios trató con él en mi lugar.
Observo las olas y oleadas de la justa ira de Dios, las mismas que deberían haber consumido mi alma y cuerpo en el infierno por toda la eternidad; todas ellas cayeron sobre Aquel que estuvo en mi lugar, quien me representó ante Dios y cargó con todo lo que yo merecía. Fue el Hombre con quien el Dios santo trató como debería haber tratado conmigo. Contemplo la justicia inflexible, la santidad absoluta, la verdad inmutable y la rectitud perfecta tratando con mis pecados, eliminándolos por completo de manera definitiva y eterna. Ni uno solo es ignorado. No hay desvío ni indiferencia, pues la gloria de Dios estaba en juego –su santidad inmaculada, su majestad eterna y las eminentes demandas de su gobierno.
Todo esto debía ser satisfecho de tal manera que se glorificara a él mismo ante ángeles, hombres y demonios. Dios podía haberme enviado al infierno –y habría sido justo si lo hubiera hecho–, pues mis pecados lo merecían. Yo no tenía derecho a otra cosa. Lo sé en lo más profundo de mi ser, ¡debo reconocer que es así!
Pero, ¡eternos aleluyas al Dios de toda gracia! En lugar de enviarnos al infierno por nuestros pecados, envió a su Hijo para que fuera la propiciación por ellos.