Parece que, a medida que envejecemos, las preocupaciones de esta vida no disminuyen, sino que, por el contrario, se hacen más grandes, más pesadas y cada vez más difíciles de sobrellevar. Sabemos que podemos llevarlas al Señor, pero muchas veces nos resistimos. ¿Por qué? ¿Es que no le creemos? ¿No confiamos en que él entiende todas las cosas? ¿O pensamos, quizás, que no es capaz de ayudarnos?
Mientras meditaba en esto, me imaginaba a alguien de rodillas ante el Señor, con todas sus preocupaciones extendidas ante él como un buffet de asuntos, dilemas, temores y decisiones; una mesa rebosante de cargas esperando atención. Nos sentimos abrumados, desamparados, impotentes. Pero en ese momento, al estar en oración, ¿no puedo mirar todas estas cosas con confianza y decirle al Señor con pleno entendimiento y certeza: «Guíame por el camino correcto en cada una de ellas»? ¿Y luego, con gratitud, esperar pacientemente?
¿Por qué no habría de hacerlo? Después de todo, ¿ante quién me encuentro? ¡Ante el Dios del universo! ¡El Amante de mi alma! Aquel que dio a su único Hijo para redimirme. El que cuenta los cabellos de mi cabeza, por pocos que sean. El Señor Jesús nos ha dicho: “Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga” (Mt. 11:29-30). ¿Quién podría estar más calificado para ayudarnos? Y mejor aún: él desea hacerlo.
¡Qué alegría saber que cuando le entregamos nuestras cargas y esperamos con confianza, él nos sostiene, nos guía, nos provee los medios y nos responde! Cuando surjan dificultades, tengamos la costumbre de presentarle estas cosas a él con paciencia, alegría y confianza; entonces hallaremos descanso para nuestras almas atribuladas.
D. L. Moody dijo una vez: «Extiende tu petición ante Dios, y luego di: «Hágase tu voluntad, no la mía». La dulce lección que he aprendido en la escuela de Dios es dejar que el Señor elija por mí».