La obra de Cristo fue necesaria para dirigir el corazón del pecador hacia Dios y no al revés, pues Dios, que es amor, siempre ha tenido su corazón dirigido hacia el pecador. Esta bendita verdad se hace evidente en toda la Escritura. Desde el principio, en el huerto del Edén, cuando el hombre cayó, Dios mostró su amor redentor. Adán y Eva, conscientes de su culpabilidad, buscaron esconderse de la presencia de Dios entre los árboles del jardín. Sin embargo, la voz de Aquel que vino a buscar y salvar a los perdidos se escuchó con acentos de gracia: “¿Dónde estás tú?” (Gn. 3:9). Aquí vemos el primer destello del amor de Dios en busca del pecador perdido; estas palabras caracterizan toda la obra de la redención.
Entonces, el amor de Dios se expresa en forma de una promesa: la simiente de la mujer heriría en la cabeza a la serpiente. Esta promesa ganó su confianza y los sacó de su escondite ante la presencia de Dios. Desde entonces, cuando el pecador, por gracia, cree en el amor perfecto de Dios, en el don y la obra de su Hijo, es llevado a Dios por la fe. Mediante la muerte, resurrección y gloria del Señor Jesús, el pecador recibe perdón y es hecho acepto en el Amado. Así se cumplen plenamente los deseos del corazón de Dios hacia el hombre pecador.
Sin embargo, aunque el amor de Dios hacia nosotros siempre ha sido el mismo, existían muchos obstáculos en nosotros para recibirlo plenamente. Dios no solo es amor, sino que también es un Dios justo. Y en su justicia, no podía ignorar el pecado. Pero lo que el amor deseó, la sabiduría lo planeó y el poder lo realizó. Jesús vino a hacer la voluntad del Padre, y consumó la obra. Quitó el pecado mediante el sacrificio de sí mismo, eliminando así la barrera de separación entre Dios y nosotros. El amor divino y eterno no podía hacer menos que esto. Oh, alma mía, ¿con qué fin se realizó este grandioso sacrificio? La misma Escritura declara: “Para llevarnos a Dios”. No solo al cielo, sino de vuelta a Dios mismo.