Cientos de años antes, Dios había sacado a su pueblo Israel de Egipto y lo había llevado a la tierra de Canaán, permitiéndoles conquistarla y establecerse en ella. Luego, Salomón construyó un magnífico templo en Jerusalén, siguiendo el diseño que Dios había dado a su padre David. Sin embargo, Israel fue repetidamente infiel, hasta que Dios envió primero a los ejércitos asirios y, posteriormente, a Nabucodonosor, monarca de Babilonia, para conquistar la tierra y llevar cautivo a su pueblo. Así comenzó una nueva era: “Los tiempos de los gentiles” (véase Lc. 21:24).
Como rey absoluto, Nabucodonosor, en su primera incursión en Judá, tomó algunos de los utensilios del templo de Dios y los colocó en la casa de su dios. También llevó consigo a varios jóvenes nobles de Judá, cambió sus nombres –que originalmente honraban al Dios verdadero– por nombres que exaltaban a sus ídolos, y ordenó que fueran alimentados de la mesa real y educados para su servicio. Sin embargo, Daniel y sus tres amigos adoptaron una postura piadosa contra la comida que los contaminaría, ¡y, por la gracia de Dios, su apelación fue exitosa!
Dios puede usar a los hombres e incluso a las naciones como instrumentos de su gobierno (véase Is. 10:24-27), pero estos inevitablemente exceden su propósito al perseguir sus propios intereses egoístas. Nabucodonosor profanó los utensilios del templo e intentó apartar a los jóvenes israelitas de su lealtad al Dios verdadero para ponerlos al servicio de sus ídolos. El mundo intenta hacer lo mismo con nuestros hijos en la actualidad. ¡Seamos conscientes de ello y no caigamos en sus trampas!