Hebreos es una Epístola asombrosa que bien podría titularse: «Vemos a Jesús» (véase He. 2:9). Su enseñanza nos conecta de manera profunda con la persona y la obra de nuestro Señor Jesucristo, quien está sentado a la diestra de Dios.
Cuando Dios completó la obra de la creación, él declaró que todo era “bueno en gran manera” (Gn. 1:31). Adán y Eva disfrutaban de una comunión perfecta con él, al fresco del día en el Jardín del Edén (véase Gn. 3:8 NBLA). Sin embargo, al caer en el pecado, Dios los apartó de su presencia y les cerró el “camino del árbol de la vida” (Gn. 3:24). Esta es la primera vez que se menciona la palabra “camino” en la Biblia. El camino hacia Dios y hacia la verdadera vida quedó bloqueado y sigue cerrado para los pecadores que no se han arrepentido. No obstante, Dios ya tenía una solución, la que manifestó después de liberar a Israel de la esclavitud egipcia: les dio el tabernáculo en el desierto, brindándoles una vía de acceso hacia él.
Sin embargo, la Ley no podía traer la perfección, y el acceso a Dios seguía estando restringido, reservado solo para el sumo sacerdote. Una vez al año, en el Gran Día de la Expiación (Yom Kippur), él podía entrar en la presencia de Dios, pero solo con la sangre de varios sacrificios. Ahora, gracias a la obra consumada de Cristo, quien ofreció “un solo sacrificio por los pecados”, él se ha sentado para siempre a la diestra de Dios (v. 12).
Por medio de su obra, Cristo ha perfeccionado para siempre a quienes Dios ha santificado (v. 14). El Espíritu Santo ha descendido del cielo para testificar de la gloria de Cristo y de los frutos de su obra consumada (v. 15). Por eso, tenemos libertad para entrar en la presencia inmediata de Dios, a través del camino nuevo y vivo que Jesús ha abierto (vv. 19-23). Todo esto es posible gracias al sacrificio único de Cristo, siempre nuevo y vigente, con Jesús como nuestro gran Sacerdote (v. 21).