El creyente es profundamente consciente de que vive en un mundo en el que Jesús estuvo, pero también sabe que él ya no está aquí, por lo que corre hacia donde él está ahora. Es un adorador, pero también un corredor que avanza con determinación. En su carrera, se le exhorta a soltar todo peso que obstaculice su camino, a despojarse de la inseguridad y del pecado que fácilmente lo envuelve en todas sus formas engañosas, y a correr con perseverancia la carrera que tiene por delante (véase He. 12:1-3). Se le anima a correr, no a holgazanear ni a buscar un lugar de descanso –descanso que nunca tuvo nuestro fiel Precursor–, sino a proseguir la carrera con fe paciente y perseverante. No con esfuerzos esporádicos, sino con constancia; no mirando a los hombres, por ejemplar que sea su fe, sino fijando su vista en Aquel que ha corrido la carrera perfectamente, que conoce cada paso del camino, cada obstáculo y tentación, y que ahora está sentado a la diestra de Dios.
Por eso, debemos correr la carrera que tenemos por delante, apartándonos de todo lo demás y fijando los ojos de nuestro corazón en Jesús, el Autor y Consumador de la fe (no solo de nuestra fe). Debemos fijar nuestra vista, con firmeza y dependencia, en Aquel que ha recorrido perfectamente el camino de la fe de principio a fin, pues todos nuestros recursos están en él.
Además, también somos exhortados a considerarlo, pues él tuvo que enfrentar oposición y sufrimiento en su camino, pero nunca desmayó. Al contemplar a Aquel que soportó tan grande contradicción de pecadores contra sí mismo, encontramos ánimo para no desfallecer.
Nuestro bendito Señor perseveró porque tenía el gozo puesto delante de él, y nosotros también corremos con la esperanza gloriosa de estar con él y ser como él para siempre. Nuestro Precursor ha entrado dentro del velo por nosotros, y por eso, debemos correr con paciencia, con la vista puesta en él.