La cruz ha obrado de dos maneras con nosotros: nos ha dado paz de conciencia (no una paz basada en lo que el hombre puede ver externamente) e “hizo perfectos para siempre a los santificados” (He. 10:14). Todo pecado ha sido borrado y eliminado. ¡Puedo gloriarme en la cruz porque mis pecados han desaparecido! Ahora hay comunión y paz en mi alma.
En segundo lugar, la cruz nos da entendimiento en los caminos de Dios. Cuando usted no la conoce, puede esforzarse de innumerables maneras para calmar y satisfacer su conciencia. Sin embargo, cuando comprendemos su significado, ella libera nuestros afectos espirituales. Al ver la cruz, podemos amar a Dios. Si lo hemos ofendido, podemos acudir directamente a él y confesárselo, pues somos sus hijos, y nuestra relación con él no se altera por ello: este es nuestro feliz privilegio.
Gloriarme en la cruz me libra de gloriarme en mí mismo, pues no soy más que un pecador. La cruz nos ha llevado a Dios, porque Cristo sufrió, el Justo por los injustos. ¿Se glorían nuestras almas en la cruz del Señor Jesucristo, o en la vanidad y en el yo? Si usted no se gloría en la cruz, usted es quien pierde, porque en ningún otro lugar se manifiestan con tanta claridad el amor, la santidad, la sabiduría y la verdad de Dios. Usted no necesita ir a ninguna parte para alcanzarla: ha llegado hasta donde usted está. No es cuestión de esperar a estar mejor para acudir a la cruz. Usted no puede venir cuando esté mejor, aunque la cruz lo hará mejor. Debe venir como un pecador. El apóstol Pablo lo hizo como el principal de los pecadores (véase 1 Ti. 1:15).
Entonces, como él mismo dice: “El mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo” (Gá. 6:14). La naturaleza pecaminosa, que está vinculada al mundo, fue la causa de la muerte de Cristo. Por lo tanto, cuando me glorío en la cruz, estoy crucificado al mundo.