Alguien ha señalado que en este salmo el escritor comienza con una visión distorsionada (vv. 1-9), pero tras ajustar su enfoque (v. 10), obtiene claridad. Su problema de «visión» en los primeros versículos realmente está anclado en el «yo». Absorbido en sus propias oraciones, lamentos y razonamientos, se desliza por un camino peligroso que lo lleva a cuestionar el propósito de Dios: “¿No mostrará más su favor?”, y su amor y bondad: “¿Ha olvidado Dios tener piedad?” (vv. 7, 9 NBLA).
Si alguien leyendo esto nunca ha experimentado algo similar, puede dejar de leer ahora. Pero para quienes hemos bebido de las aguas amargas del egocentrismo, hay un dulce consuelo en la sencilla confesión del versículo 10: “Enfermedad mía es esta”. Sin embargo, el salmista no se detiene ahí. Se aparta deliberadamente de sí mismo y dirige su mirada hacia Dios. Comienza a meditar en sus obras, en sus maravillas de antaño, en su redención hacia los hijos de Jacob y José; contempla su dominio sobre las nubes, los truenos, los torbellinos y los relámpagos.
Elevándose aún más, el salmista declara: “Oh Dios, santo es tu camino” (v. 13). Aquí, en el santuario, su grandeza y gloria se revelan a la fe. Cualquiera puede ver la mano de Dios en la naturaleza y la historia, pero el hombre de fe va más allá: no solo observa sus obras, sino que también busca comprender sus caminos. Y al hacerlo, exclama con asombro: “¿Qué dios es grande como nuestro Dios?”
Quizás la visión de algunos de nosotros está nublada por el desánimo: ¡Ajustemos nuestro enfoque y dirijamos nuestra vista a Dios!