En nuestro versículo de hoy, la expresión “están… congregados” se traduce en una sola palabra en el griego: sunagô. Curiosamente, el término castellano sinagoga proviene de esta misma raíz.
Las sinagogas judías surgieron durante el cautiverio babilónico, cuando el templo fue destruido por Nabucodonosor. Dispersos por tierras extranjeras, los judíos establecieron sinagogas en sus comunidades. Incluso después de reconstruir el templo, mantuvieron esta práctica y establecieron sinagogas en ciudades y pueblos de Israel.
Para formar una sinagoga, se requería un quórum de diez varones adultos. Sin embargo, su propósito no era el culto –reservado exclusivamente para el templo– sino la educación religiosa. En la sinagoga, el pueblo escuchaba la lectura pública de la Ley, los Salmos y los Profetas cada día de reposo. A diferencia del templo, la presencia de Dios no habitaba en la sinagoga, pues también esto era algo exclusivo del templo. Sin embargo, la presencia de Dios había dejado el templo poco antes de su destrucción en el año 586 a. C.
En nuestro texto, Cristo les dice a sus discípulos que habría un nuevo tipo de sinagoga, similar en algunos aspectos a la antigua, pero fundamentalmente diferente. Esta nueva sinagoga no requeriría diez varones adultos, sino simplemente “dos o tres” personas. Y en ella estaría la misma presencia de Dios: “Allí estoy yo en medio de ellos”. Para reunirse, esta nueva sinagoga solo necesitaría la autoridad de Su nombre.
¡Qué privilegio y recurso para los seguidores del Señor Jesucristo! Tenemos una Persona en torno a la cual reunirnos y, a diferencia de la «antigua sinagoga», podemos entrar en la presencia de Dios para adorar.