Aarón, lavado con agua pura y revestido de los vestidos blancos de lino, nos ofrece un bello y asombroso ejemplo de Cristo al emprender la obra de la expiación. Se muestra personal y característicamente puro y sin tacha. “Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad” (Jn. 17:19).
¡Qué privilegio tan precioso poder contemplar la persona de nuestro divino Sacerdote en toda su santidad esencial! El Espíritu Santo se complace en mostrar a Cristo a los ojos de su pueblo; y bajo cualquier aspecto que lo contemplemos, vemos en él al mismo perfecto, puro, glorioso e incomparable Jesús, “señalado entre diez mil, y todo él codiciable” (Cnt. 5:10, 16). Él no necesitaba hacer ni llevar nada para ser puro y sin tacha; no requería ni agua ni lino fino. Era en esencia y en práctica “el Santo de Dios” (Mr. 1:24).
Lo que Aarón hacía y llevaba, el baño y la vestidura de sus hábitos, no son más que débiles sombras de lo que Cristo es. La Ley no tenía más que la “la sombra de los bienes venideros, no la imagen misma de las cosas” (He. 10:1). Gracias a Dios, no tenemos solamente la sombra, sino la eterna y divina realidad: Cristo mismo.