Nunca antes se había presenciado una escena tan extraordinaria ante la mirada de las multitudes. En la ciudad de Naín, un hombre muerto estaba siendo llevado fuera de la ciudad para ser sepultado. Era un cuadro desgarrador, pero aún más doloroso porque se trataba del único hijo de una viuda. Primero había muerto su esposo, y ahora su hijo. A pesar de la gran multitud presente, todos permanecían impotentes ante la muerte.
Sin duda, muchos otros muertos habían sido llevados por esa misma puerta para ser enterrados, pero esta vez era diferente. Jesús se acercaba a la ciudad. En medio de la multitud, su mirada no se detuvo en la conmoción de la escena, sino en la viuda que lloraba. Su corazón compasivo se conmovió y le dijo: “No llores” (v. 13). Luego, acercándose al féretro, lo tocó, y al instante, los que lo llevaban se detuvieron.
No fue por casualidad que el muerto fuera sacado de Naín en ese momento preciso. No, era el designio de Dios –Su tiempo. Jesús, quien conoce todas las cosas, había venido a sanar a los quebrantados de corazón. Él vino en gracia, no para imponer la Ley, pues esta no tiene nada que decir acerca de un hombre muerto. “La ley se enseñorea del hombre entre tanto que este vive” (Ro. 7:1), y este hombre estaba muerto. Entonces, Jesús, actuando en gracia y con autoridad divina, pronunció estas palabras: “Joven, a ti te digo, levántate” (v. 14). En ese instante, el joven se incorporó y comenzó a hablar. Entonces, Jesús lo entregó a su madre.
¡Lo que había sido una escena de tristeza se transformó en una de alegría! El acto del Señor fue perfectamente humano en su compasión, pero inconfundiblemente divino en su poder. ¡Qué consuelo saber que él sigue siendo el mismo para nosotros en la actualidad!