Desde el cenagal del pecado hasta la cumbre donde ninguna nube puede cubrir las glorias de Cristo resucitado; de lo profundo del pozo de desesperación hasta la Roca “que es más alta que yo” (Sal. 61:2), he aquí la ascensión a la cual nos impulsa la gracia. Allá, sobre las alturas del favor divino, los redimidos del Señor –aunque aún en el desierto– pueden cantar sus nuevos y celestes cánticos.
Nuestra vida, ¿no debe ser, pues, un cántico sin fin? Cierto; siempre debemos cantar, y la Palabra nos exhorta: “Cantad con júbilo” (Sal. 32:11). Pero hay también otras experiencias: hay peñascos que escalar, torrentes que franquear, desiertos que atravesar, enemigos que vencer. Es una nueva posición la que tenemos sobre la Roca, pero existe también para nosotros un nuevo andar.
Ahora bien, no basta con ocupar una posición inmóvil, aun estando vigilantes; es necesaria la actividad en la vida cristiana; hay que hacer progresos. El creyente no es una estatua fijada sobre un pedestal, sino un peregrino caminando siempre hacia la ciudad celestial. La vida de la fe es una vida de movimiento continuo, hacia adelante y en elevación, de esfuerzo hacia una meta.
No hay camino ancho y cómodo para la fe, sino rudos senderos en arenales desolados y abruptas montañas. Precisamos que alguien allane el camino ante nosotros; y tenemos ese Alguien en el penoso viaje de la vida: nuestro Dios establece nuestros pasos y los de todos aquellos que depositan su confianza en él, mientras que el Señor Jesús se mantiene cerca nuestro –muy cerca– para guardarnos de la caída.