En los cuatro breves capítulos de Malaquías, el Señor confronta a su pueblo en doce ocasiones con las palabras «tú dices» o «tú has dicho». ¡Qué tristeza! No importa lo que él les diga, siempre tienen una respuesta insolente que dar. Tras regresar de sus setenta años de cautiverio en Babilonia, habían reconstruido el templo y, finalmente, también los muros de Jerusalén. El corazón del Señor, que todo lo sabe, podía ver lo que había en lo profundo de sus corazones y, aunque llevaban a cabo los rituales del templo, ellos estaban lejos de ser piadosos.
David, en el Salmo 139, había reconocido que Dios lo había escudriñado y conocido. También le pidió que lo escudriñara a él, conociera su corazón, viera si había en él algún camino perverso y lo guiara por el camino eterno.
Entre aquellos insolentes que respondían de manera desafiante, también había personas que temían al Señor y meditaban en su Nombre. No realizaban manifestaciones ruidosas ni alardeaban luchando por sus derechos. Hablaban entre sí. Dios los escuchó, se deleitó en ellos e incluso mandó escribir un libro en memoria de ellos. Eran preciosos para él, como joyas escogidas entre la multitud de personas insolentes y rebeldes.
Cuatrocientos años después, los nombres de algunas de estas joyas quedaron registradas en los Evangelios: Zacarías, Elisabeth, María, José, Simeón, Ana, Juan el Bautista, entre otros. ¡Sigamos los pasos de este remanente piadoso que deleitó el corazón de Dios!