La visión del mundo naturalista es simple: excluye a Dios de toda ecuación. Según esta perspectiva: «No hay Dios, solo existe lo que puedes ver». De este modo, el origen del ser humano es meramente evolutivo, la moralidad es solo un acuerdo social, el sentido de la vida se limita a lo que cada uno pueda hacer con ella, y el ser humano es la medida de todas las cosas. En contraste, quienes creemos en la Biblia y en el Dios que ella revela, rechazamos firmemente esta idea. Nuestra fe se sostiene en un Dios justo, amoroso y salvador, y quienes viven conforme a esta fe jamás han sido avergonzados.
Sin embargo, muchos creyentes padecen de un «ateísmo práctico». La esposa de Job nunca negó la existencia de Dios, pero su reacción ante la aflicción de Job fue idéntica a la de las mujeres necias, que dicen: “No hay Dios”. Aunque creía en Dios, su fe era superficial. Ella dejó a Dios completamente fuera de la ecuación al momento de evaluar las circunstancias cotidianas. No le dio importancia a la bondad, la justicia, la soberanía y el honor de Dios.
¿Sucederá lo mismo con nosotros? ¿Decimos creer en Dios, pero lo excluimos de nuestras decisiones y pensamientos diarios? Si él es nuestro Señor, ¿dónde está su honra? Si él es nuestro Padre, ¿dónde está nuestra confianza en él?
Como cristianos, Dios debe estar constantemente ante nuestros pensamientos, no al fondo ni al final. ¿Qué leemos en la Escritura? “¿Está alguno entre vosotros afligido? Haga oración. ¿Está alguno alegre? Cante alabanzas” (Stg. 5:13). No solo debemos creer que Dios existe, también debemos entender que él tiene un enfoque para cada alegría, pena u oportunidad que se nos presenta.