Juan, el escritor del Apocalipsis, había caminado con el Señor Jesús durante más de tres años. Se había reclinado en su pecho. El Señor Jesús vino con humildad, lo cual atrajo hacia sí a los discípulos. Sin duda, ellos atesoraban profundamente el recuerdo de su tierna gracia y bondad, y nunca olvidaron aquellos años en los que caminaron con él. Sin embargo, Juan ahora estaba desterrado en la isla de Patmos y, mientras estaba en el Espíritu en el día del Señor, recibió una visión sobrecogedora de la gloria de Cristo.
Esta visión sería algo aterrador para un incrédulo. Juan describe al Señor de la siguiente forma: su cabeza y cabellos eran blancos como la nieve; sus ojos, como llama de fuego; sus pies, como bronce bruñido, y su voz resonaba como el estruendo de muchas aguas. De su boca salía una espada aguda de dos filos, y su rostro resplandecía como el sol en su fuerza (vv. 14-16).
Completamente abrumado, Juan cayó como muerto a los pies del Señor. Pero entonces, aquel Hombre de majestuosa dignidad y gloria puso su diestra sobre él y le dijo: “No temas”. ¡Qué gracia tan tierna y maravillosa! Ya no hablaba como cuando estaba en la tierra con sus discípulos, sino que ahora ocupaba el lugar que le correspondía en la resurrección: “Yo soy el primero y el último; y el que vivo, y estuve muerto”. Él no tuvo principio: es el Primero. No tiene fin: es el Último. Es el que vive y, aunque una vez estuvo muerto, ahora vive para siempre y tiene las llaves de la muerte y del Hades