¡Qué maravilloso! Este pasaje nos revela la verdadera condición del hombre bajo el poder del pecado, Satanás y la muerte; al mismo tiempo, nos presenta la complacencia que Dios tiene en Cristo. El hombre natural desea seguir su propio camino, sin que nadie lo moleste, realizando su propia voluntad y satisfaciendo sus deseos. Por naturaleza, preferimos los placeres del pecado en lugar de aquello que complace a Dios. Cuando Cristo vino a este mundo, su luz demostró que los hombres amaban más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas (véase Jn. 3:19). De esta forma, al contemplar a Cristo en toda su perfección moral –su santidad, amor, gracia, gentileza, paciencia, mansedumbre y humildad–, cada rasgo de su encantador carácter, cada palabra que brotó de sus labios, cada acto y cada paso en su camino perfecto; podemos convencernos de cuán opuestos somos a él en nuestra naturaleza
Por tanto, bien podemos preguntar: ¿cómo se puede asegurar la complacencia de Dios por medio de un pueblo moralmente semejante a Cristo y apto para estar con él en la gloria? La respuesta es una sola: el placer de Dios para el hombre solo se puede asegurar por medio de la muerte de Aquel que es su total delicia. Cuando este gran sacrificio se realizó, el plan de Dios comenzó a cumplirse. Antes de que Dios pudiese separar, de un mundo lleno de pecadores, un pueblo semejante a Cristo para su propia complacencia, primero se debía satisfacer su santidad y nuestros pecados debían ser quitados. Esta gran obra se realizó cuando él fue hecho ofrenda por el pecado –cuando “se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios” (He. 9:14) para satisfacer la santidad de Dios. Además, la Palabra dice acerca de los creyentes: Cristo fue “entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Ro. 4:25).