Usted podría decir: «Creía que los santos estaban en el cielo». Algunos lo están, pero muchos permanecen en la tierra, y usted puede llegar a ser uno de ellos. Quizás diga: «No podría imaginarme tomando ese lugar y llamándome a mi mismo santo». Sin embargo, Dios lo llama santo en el mismo instante en que usted reconoce su condición de pecador y busca refugio en Jesús como Salvador. Él lo salva; su sangre lo limpia; el Espíritu de Dios lo sella; y usted se convierte en cristiano. En ese momento, pasa a ser propiedad del Señor, apartado para él, y por lo tanto, usted es santo.
¿Recuerda lo que el Señor le dijo a Ananías de Damasco luego de la conversión de Saulo? Le ordenó que fuera a verlo y le abriera los ojos. Sin embargo, Ananías respondió: “Señor, he oído de muchos acerca de este hombre, cuántos males ha hecho a tus santos en Jerusalén” (Hch. 9:13). Esta es la primera vez que la palabra santos se utiliza en el Nuevo Testamento para referirse al pueblo de Dios en la tierra. Saulo los había estado persiguiendo. No obstante, Ananías va a su casa y, al entrar, puso sus manos sobre él, y le dijo: “¡Hermano Saulo!” ¡Qué emoción debió sentir Saulo al escuchar estas palabras! ¡Cuántos pensamientos habrán surgido en su corazón! Imagino que habrá dicho: «¡Gracias a Dios! Estoy entre los santos, ¡pues me ha llamado hermano!». Las epístolas de Saulo –luego conocido como Pablo– están llenas de consejos dirigidos “a los santos”. ¿Qué significa esto? Que son personas apartadas para Dios.
Cristiano, usted es alguien apartado para Dios. Tal vez piense: «Yo creía que los santos eran personas que debían vivir en extrema santidad». Admito que ese es nuestro deber, pero no es nuestro comportamiento lo que nos hace santos; más bien, por ser santos, debemos vivir en santidad. Recuerde que es el llamado de Dios lo que lo convierte en santo. Así escribió Pablo: “A todos los que estáis en Roma, amados de Dios, llamados a ser santos” (Ro. 1:7). Es decir, santos por llamamiento de Dios.