En el versículo de hoy, detengámonos en el adjetivo “viva”, un término que, en conjunto con el verbo vivir y sus diferentes conjugaciones, es utilizado frecuentemente por el apóstol Pedro en sus cartas y que tenía un significado especial para él. En el Evangelio según Mateo, Pedro confesó que Jesús era “el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mt. 16:16). No llegó a esta conclusión por sí mismo; no fue “carne ni sangre” quien se lo reveló, sino el Padre que está en los cielos (véase Mt. 16:17). Sobre esta confesión se edificaría la Iglesia, con Cristo mismo como la verdadera piedra angular (la “roca”, Mt. 16:18). Como Hijo del Dios viviente, el Dios de la resurrección, Cristo vencería la muerte, y las “puertas del Hades” no prevalecerían contra su Iglesia.
En su epístola, Pedro vuelve a hablar de algo «vivo», tal como en su confesión: “Acercándoos a él, piedra viva” (v. 4). La frase “acercándoos a él” implica un acercamiento estrecho y habitual, una relación íntima. Primero venimos al Salvador como pecadores y, luego, como creyentes que permanecen en comunión continua con él, convertidos en piedras vivas. Una piedra, en su estado natural, es algo inerte, pero al llamarla “viva”, Pedro está señalando que es algo milagroso. Lo que es cierto en él ahora lo es también en nosotros (véase 1 Jn. 2:8). Sin embargo, esta Piedra viva fue “desechada ciertamente por los hombres”. Sin la gracia de Dios, la humanidad no ve en Cristo ninguna belleza que desear. No olvidemos que él es la piedra angular y el centro en torno al cual nos reunimos.
¡Qué privilegio y qué gracia nos ha sido concedida! Acerquémonos con confianza a la Piedra viva para ofrecer “sacrificios espirituales aceptables a Dios” (v. 5).