Llegó el momento en que Dios puso a prueba a Abraham, exigiéndole el mayor sacrificio posible: ofrecer a su amado hijo Isaac. En efecto, Dios se refirió a Isaac, el hijo de la promesa, como el único hijo de Abraham (v. 2), lo que nos recuerda a Jesús, el Hijo unigénito de Dios, a quien él ama.
Isaac no era un niño pequeño en ese momento; probablemente era un adolescente o incluso mayor. Es conmovedor verlo caminar voluntariamente por el monte, llevando la leña para el holocausto mientras su padre cargaba el fuego y el cuchillo. Con confianza, preguntó a su padre por el cordero para el sacrificio; mientras que el texto menciona dos veces que los dos iban juntos.
Cuando el altar estuvo construido, Isaac permitió que su padre –cien años mayor que él– lo atara y lo colocara sobre la leña. En ningún momento se resistió ni intentó escapar: Dios lo había ordenado y él obedeció.
En esto, reconocemos en Isaac una hermosa figura de nuestro Señor Jesucristo. Él vino a la tierra para cumplir los designios de Dios y, como Hijo, dependía en todo de la voluntad de su Padre. Mantuvo una íntima comunión con él en oración, incluso cuando se acercaba el momento de ser injustamente maltratado y crucificado. Dios proveyó un sustituto para Isaac, pero para Cristo no hubo ninguno. Él soportó el fuego y el cuchillo del juicio divino contra nuestros pecados; en efecto, fue hecho pecado por nosotros.
¡Qué Salvador tan victorioso tenemos! ¡Alabado sea su santo nombre!