¡Qué maravilloso es el amor de Jesús, nuestro Salvador y Señor! En él no hay ni un ápice de egoísmo ni recelo. Su amor sobrepasa todo conocimiento, como declaran las Sagradas Escrituras, y cuán cierto es, pues ningún pensamiento humano puede medir sus límites ni calibrar su fuerza. Sin embargo, podemos conocer (y, gracias a Dios, conocemos) el amor de Cristo que sobrepasa todo entendimiento. Lo conocemos porque nos ha sido revelado, no solo con palabras que podrían atesorarse un tiempo y luego olvidarse, sino con hechos concretos: en el camino que tomó para redimirnos y hacernos eternamente felices, en los sufrimientos que soportó por nosotros y en todo lo que ahora comparte con nosotros.
Haremos bien en atender el primer mandato del Evangelio según Juan: “He aquí el Cordero de Dios” (Jn. 1:29, 36) –“he aquí” es un imperativo que se puede traducir como: “¡Miren!”. Debemos seguir con nuestra vista espiritual su camino de santidad y amor hasta la cruz, y hacerlo con adoración.
Cuanto más profundizamos en el amor de Jesús, más insondable nos parece; cuanto más contemplamos su vida, más asombrosa nos resulta su sabiduría y ternura. No es un amor ciego que en algún momento abrirá los ojos para ver defectos desconocidos en nosotros, pues desde el principio, con certeza omnisciente, conocía todo acerca de aquellos a quienes amó.
También sabía, con infalible conocimiento divino, el camino de dolor que debía recorrer para cumplir su propósito. El amor de Cristo no puede decepcionarse ni retroceder, pues cuando llegaron las grandes pruebas, no vaciló ni huyó. No temamos que su amor se quiebre o cambie ahora, pues en la cruz quedó plenamente demostrado.