Los creyentes hemos sido santificados “mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo” (He. 10:10), lo que significa que hemos sido apartados posicionalmente de un mundo que rechaza el valor del sacrificio de Cristo en la cruz. Además, somos santificados por el Espíritu de Dios, como leemos en 1 Corintios 6:11: “Mas ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios”. Esta santificación no solo nos coloca en una posición de separación, sino que también nos concede una nueva naturaleza, apartada de la impiedad y consagrada al Señor. Dios ya ha realizado esta obra en cada creyente.
Además, nuestro Dios también se ocupa de santificarnos diariamente por medio de la verdad de su Palabra, como leemos en Juan 17:17: “Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad”. Es la Palabra de Dios la que obra en nuestros corazones, separándonos progresivamente del mundo y acercándonos más a él. Al mismo tiempo, se nos exhorta a hacer de la santificación una realidad práctica en nuestra vida: “Que cada uno de ustedes sepa cómo poseer su propio vaso (cuerpo) en santificación y honor” (1 Ts. 4:4 NBLA).
El clímax glorioso de la santificación se encuentra en 1 Tesalonicenses 5:23, donde se nos promete que el Dios de paz nos santificará por completo. En ese día, nuestro espíritu, alma y cuerpo serán preservados irreprochables en la venida del Señor Jesús. Entonces, ya no habrá separación del alma y el espíritu del cuerpo, como ocurre en la muerte. Todo será preservado en perfecta unidad y plenitud. Nunca más habrá obstáculos que nos distraigan con la vanidad y la maldad del mundo, sino que seremos totalmente apartados para Dios, para su propio placer durante los siglos de la eternidad.