Al llegar a la tumba, estas mujeres tan dedicadas descubrieron que Dios se les había adelantado: la piedra había sido removida. No para que el cuerpo del Señor saliera, sino para que los discípulos pudieran entrar y ver que el sepulcro estaba vacío, pues ninguna piedra, por grande que fuera, podía retener al Señor resucitado. Cuando entraron, se encontraron con un mensajero celestial que tranquilizó sus corazones y disipó sus temores, diciéndoles: “Buscáis a Jesús nazareno, el que fue crucificado; ha resucitado, no está aquí; mirad el lugar en donde le pusieron”. Aunque ignoraban muchas cosas y la incredulidad las confundía, ellas buscaban a Jesús: esa era su motivación.
¿Qué buscamos nosotros? ¿Es Jesús el objeto de nuestros corazones? Como alguien ha dicho: «Cuando nuestro corazón está consagrado al Señor, entonces nuestra alma se llena de luz e inteligencia espiritual».
Nuestra ceguera ante la verdad y nuestra incapacidad para discernir entre el bien y el mal pueden deberse a que no tenemos ese ojo sencillo que ve a Cristo como su único objeto. A menudo buscamos nuestra propia voluntad y exaltación, en lugar de buscar al Señor y su gloria. Mientras más busquemos a Jesús, más luz recibiremos.
Podemos anhelar muchas cosas buenas en sí mismas –rescatar almas, llevar a cabo un servicio, el bienestar de los creyentes, etc.–, sin embargo, todo ocupará el lugar adecuado cuando nuestro objetivo sea «buscar a Jesús»; solo así tendremos luz para proseguir el camino que tenemos por delante. Estas mujeres buscaban a Jesús, y así fue como recibieron luz del cielo y fueron enviadas a realizar un servicio para el Señor.