El último pensamiento del Señor Jesús, antes de emprender su camino hacia el Gólgota, estuvo dirigido hacia “los suyos” (Jn. 13:1). De la misma manera, después de la resurrección, su primer pensamiento también estuvo dirigido a ellos. Con cuánta gracia los buscó, con qué ternura se reveló a ellos; con qué tacto incomparable trató a cada uno según su necesidad, hasta que estuvieron preparados para verlo y oírlo decir aquello que llenaba su corazón.
¿Qué corazón podría meditar en los eventos de aquel día de resurrección sin sentirse profundamente conmovido? No reivindicó su carácter ante quienes lo habían difamado; no tomó represalias contra sus enemigos; ni se apresuró a demostrar a Israel que él era su Creador y Mesías. Podría haber hecho todo esto, pero no lo hizo. En cambio, buscó la compañía de quienes amaba para que, de sus propios labios, aprendieran acerca de la relación y el gozo a los que los llevaría. Hasta ese momento, solo él había conocido esa comunión íntima, pero ahora, por fin, podía compartirla con ellos. Este era el momento que tanto había anhelado, y ahora era libre para hacerlos partícipes de su mayor alegría, uniéndolos a él en su lugar más dichoso. Podía hacerlo, porque ahora eran sus hermanos; Su Padre era su Padre, y Su Dios era su Dios.
Este gozo y esta posición también nos pertenecen a nosotros: “Anunciaré tu nombre a mis hermanos; en medio de la congregación te alabaré” (Sal. 22:22). “¡Hermanos!” ¡Qué maravilloso que él nos llame así! Este título refleja perfectamente su amor. ¿Somos realmente conscientes de esta bendición? Seremos sus hermanos cuando él comparta la gloria venidera con los que ama –con usted y conmigo.
¡Oh, que él nos conceda su gracia para no menospreciar, por indiferencia, ese amor que no da como el mundo da, sino que comparte todo lo que posee con sus amados coherederos!