Los sufrimientos de Cristo y las glorias que vendrían tras ellos ocupan gran parte de las Sagradas Escrituras, y con razón, pues no existe un tema más maravilloso y edificante que este. Como nos recuerda 2 Pedro 1:21: “Los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo”. Una de las misiones claves del Espíritu Santo es exaltar a Cristo y su obra, un tema que Pedro entreteje magistralmente en sus dos epístolas.
En la primera carta de Pedro, los sufrimientos de Cristo son un tema prominente, incluso el apóstol habla de sí mismo como un “testigo de los padecimientos de Cristo” (1 P. 5:1). Por otro lado, la gloria venidera es el tema que se resalta en su segunda carta, y allí Pedro se presenta como un testigo ocular de la majestad de Cristo (véase 2 P. 1:16). Todos los que han nacido de nuevo participan actualmente de los sufrimientos de Cristo y pronto compartirán su gloria venidera.
Como consecuencia de la desobediencia de Adán, habitamos un mundo dominado por el pecado y la muerte. Todos participamos de esta realidad, pues todos hemos pecado y, por ende, la muerte nos alcanza a todos. Sin embargo, el Señor del cielo vino a este escenario, tomando parte en nuestra naturaleza, aunque sin pecado. Al derramar su sangre, él realizó la expiación por el pecado y experimentó la muerte por nosotros, para que pudiéramos participar de la futura gloria eterna, que nos es garantizada por su obra consumada.
“Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos, para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros” (1 P. 1:3-4).