El labrador es quien cuida la vid; quien trabaja en ella para recibir y disfrutar de su fruto. Como la Vid verdadera, el Señor Jesús dependía en todo del Labrador, su Padre. Él confiaba plenamente en Aquel cuya voluntad vino a cumplir (véase Jn. 4:34). De hecho, él mismo lo dijo: “No puede el Hijo hacer nada por sí mismo” (Jn. 5:19). Y le dijo a Felipe: “¿No crees que yo soy en el Padre, y el Padre en mí? Las palabras que yo os hablo, no las hablo por mi propia cuenta, sino que el Padre que mora en mí, él hace las obras” (Jn. 14:10).
Unidos a la Vid, que es Cristo, tenemos una íntima relación de dependencia con el Padre. Esto nos da la seguridad de que él nos proveerá y protegerá mientras permanezcamos en la Vid, buscando dar fruto para el gozo del Labrador. Isaías 27:2-6 anticipa el día en que Dios redimirá y restaurará su vid terrenal, Israel. A este pasaje se le ha llamado el Cántico de la vid, y revela mucho acerca del carácter del Labrador: él es fiel, cuida su viña día y noche, la protege de cualquier intruso y la riega, proporcionándole frescura y todo lo necesario para que florezca y prospere.
Lo que el Labrador hará por Israel en un día venidero, lo hace ahora por cada uno de nosotros cuando permanecemos en la Vid. Por lo tanto, cuando miremos una vid, sus pámpanos y sus frutos, recordemos que nuestros corazones deben estar en plena confianza y total dependencia del Labrador, nuestro Padre. Después de todo, ¡el fruto es para él y para su gloria!