En este capítulo, Jesús estaba realizando su ministerio de gracia como el Siervo fiel. Luego de terminar de enseñar a las multitudes, entró en Capernaum. Allí, unos ancianos de los judíos lo buscaron en nombre de un centurión romano y le rogaron a Jesús que fuese a sanar al siervo de este oficial.
Este centurión romano, aunque nunca había visto personalmente a Jesús, había escuchado sobre sus milagros. Por este motivo, él envió a los ancianos de Israel como intermediarios para que Jesús sanara a su siervo, a quien quería mucho. Es significativo que estos ancianos de los judíos, quienes normalmente despreciaban a los gentiles, decidieran interceder ante Jesús por el centurión. Los ancianos dieron buen testimonio del centurión, diciendo: “Es digno de que le concedas esto; porque ama a nuestra nación, y nos edificó una sinagoga” (v. 4).
Cuando Jesús se dirigía hacia la casa del centurión, este envió a sus amigos con un mensaje: “No soy digno de que entres bajo mi techo; por lo que ni aun me tuve por digno de venir a ti; pero di la palabra, y mi siervo será sano” (vv. 6-7).
Los ancianos de los judíos habían afirmado que el centurión era digno, pero él mismo confesó que no lo era. Esta actitud demuestra la nobleza y humildad de este centurión romano, así como su fe sencilla en las palabras de Jesús. Al presenciar esto, Jesús declaró: “Os digo que ni aun en Israel he hallado tanta fe” (v. 9).
Aunque no se menciona que Jesús dijera algo específico, cuando los mensajeros volvieron a la casa del centurión, encontraron que el siervo había sido sanado.
¡Qué bello ejemplo de fe sencilla en las palabras de Jesús! “Así que la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios” (Ro. 10:17).