Los planes y las acciones de Dios no tienen defectos ni intenciones ocultas, y nunca pueden fallar. ¿Por qué? Porque Dios siempre actúa de manera recta y justa. Además, Dios es bueno y todas sus acciones reflejan su carácter (véase Ro. 2:4; 1 P. 2:3). Todos los creyentes, independientemente de su procedencia, están íntimamente ligados a Dios como sus hijos. Su anhelo es que manifestemos su naturaleza como Padre de las luces. Santiago escribió estas palabras a los creyentes judíos que vivían entre aquellos que habían rechazado a Jesús como el Mesías prometido y su obra, lo cual les presentaba grandes desafíos.
Desde la caída de Adán y Eva, este mundo está bajo el dominio de Satanás, el príncipe de las tinieblas. Sin embargo, Dios es luz y amor (véase 1 Jn. 1:5; 4:8, 16), y él nunca cambia ni abandonará sus propósitos, pues como dice la Escritura: “El amor nunca deja de ser” (1 Co. 13:8).
En efecto, nuestro Dios siempre sigue un camino recto, sin “mudanza” ni “sombra de variación”. Como es natural, su deseo es que nosotros, sus hijos, también sigamos este camino recto. Cuando nos convertimos en sus hijos, Dios nos guía por un camino que nos conduce hacia él, acompañándonos en cada paso, todo esto para su gloria y propósitos.
El Padre de las luces nos guía por el camino correcto, pero nosotros somos responsables de recorrerlo. No somos autómatas; necesitamos ejercitar nuestra mente y voluntad para alinearnos con los propósitos de Dios. Nuestro Padre nos orienta para caminar junto a él, mas no puede hacerlo por nosotros ni forzarnos. Es un gran privilegio ser hijos de este Dios grande y maravilloso, representarlo en este mundo, servirlo y seguir el camino que él ha trazado.
Prosigamos con corazones dispuestos, pues este camino es bueno, pues Dios, que es bueno, lo ha preparado para nosotros.