La guerra ha sido históricamente un catalizador para inventos destructivos. Un ejemplo notable ocurrió en el siglo V a. C., cuando los persas fueron pioneros en el uso del gas venenoso como arma de guerra. Durante sus ataques a dos ciudades griegas, crearon una mezcla letal combinando brea con azufre. Al quemar esta mezcla, producían gases tóxicos que sofocaban a sus adversarios. Esta táctica demostró un principio que sigue siendo válido: cuando el aire puro es reemplazado por sustancias tóxicas, el atacante tiene una ventaja decisiva.
En términos espirituales, existen diversas maneras en que el Enemigo de nuestras almas puede envenenar la atmósfera de nuestras circunstancias. Por ejemplo, vemos cómo los celos y la ira llevaron a Saúl a intentar matar a David; la lujuria y las malas influencias condujeron a Amnón, hijo de David, a cometer un grave acto inmoral; la codicia y la obstinación llevaron al hijo pródigo a exigir su herencia antes de tiempo, alejarse de su hogar y buscar placeres mundanos en tierras lejanas. En cada uno de estos casos, estas poderosas influencias se convierten en patrones de pensamiento que logran dominar al individuo. Al igual que los gases tóxicos en una guerra química desplazan el aire puro, los pensamientos pecaminosos nublan la claridad mental y espiritual. Lo más preocupante es que nuestra naturaleza humana, en lugar de rechazar este aire venenoso, tiende a sentirse atraída hacia él.
Ante estos ataques, lo que necesitamos es respirar el aire de la sabiduría celestial, pues sin él comenzamos a ahogarnos por pensamientos maliciosos como la envidia y el egoísmo, que son terrenales, carnales y hasta demoníacos (véase vv. 14-16). Esta sabiduría la hallamos al saturar nuestra respiración espiritual con la presencia de Dios. Esta sabiduría se caracteriza por ser pacífica, amable, benigna y llena de misericordia. Cuando meditamos en la mansedumbre y la dulzura de Cristo, nuestro misericordioso Sumo Sacerdote, somos renovados por el aire puro del cielo.