Pedro estaba tan impaciente por encontrarse con su Señor resucitado que no quiso esperar a que el barco llegara a la orilla junto con sus compañeros. Se lanzó con valentía al mar, como si dijera: «Necesito ser el primero en llegar a mi Salvador resucitado; nadie necesita tanto de él como el pobre Pedro, pues he caído y fracasado miserablemente».
Ahora bien, había en él una conciencia perfectamente restaurada, una conciencia sin ninguna mancha, una conciencia que se baña en la luz del sol del amor inalterable. Y ¿no son estas las condiciones originales, las relaciones que todo cristiano tenía al principio? La confianza de Pedro en Cristo era sin nubes, y podemos afirmar que esto era agradable al corazón del Señor. Al amor le gusta que confíen en él, no lo olvidemos; nadie debe pensar que honra a Jesús manteniéndose alejado de Él bajo el pretexto de su indignidad. Si a alguien que tuvo una caída o que se ha alejado le parece difícil recuperar la confianza en el amor de Cristo, que tal pueda ver claramente que un pecador que se acerca a Jesús es bienvenido, sin importar cuántos y qué tan grandes hayan sido sus pecados. Ahora bien, no piense que el caso de un cristiano que ha caído o reincidido es diferente.
Que aquel que duda en volver a Jesús pondere, mediante la lectura de estas líneas, la importancia de volver de inmediato a Jesús. “¡Volveos, oh hijos reincidentes, y yo sanaré vuestras reincidencias!” (Jer. 3:22 vm). El amor del corazón del Señor no conoce variación. Nosotros cambiamos, pero él “es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (He. 13:8); le place que confíen en él. La confianza del corazón de Pedro fue algo precioso para el corazón de Cristo. Sin duda es triste caer, errar o apartarse; pero es todavía más triste –cuando esto se ha producido– que aquel que se ha alejado desconfíe del amor infinito de Jesús y de su deseo de recibirnos nuevamente en su pecho.