Nunca antes ni después ha existido una escena tan extraordinaria. El Señor de la gloria, quien creó todas las cosas, fue sometido a persecuciones crueles de parte de quienes él mismo había creado. A pesar de que el juez reconoció su inocencia, él fue apresado por manos inicuas y clavado en una cruz. En ese lugar, se convirtió en objeto de burlas y humillaciones por parte de sus crueles perseguidores.
A la hora sexta (mediodía), Dios envió tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena (tres de la tarde). Durante estas tres horas, nadie pudo ver al bendito Cristo de Dios mientras sufría en soledad. Este sufrimiento ya no provenía de la crueldad de los hombres, sino de la indecible agonía del desamparo de Dios. Durante ese período de tiempo, Jesús soportó voluntariamente el juicio de Dios por nuestros pecados, soportando un dolor que está más allá de nuestra comprensión.
A la hora novena (tres de la tarde), Jesús exclamó con voz fuerte: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”. Momentos después, volvió a gritar con toda su fuerza y exhaló su último aliento. Este detalle es significativo porque la crucifixión debilitaba tanto el cuerpo que era imposible gritar con semejante intensidad, lo cual demuestra que Jesús era más que un simple hombre. Su muerte no fue por agotamiento físico; él decidió entregar voluntariamente su vida por nosotros. ¡Qué maravilloso Salvador!
Cuando Jesús murió, el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo. Dios demostró así que el sacrificio de su Hijo amado ha abierto el camino para que los creyentes tengan acceso a su presencia (véase He. 10:19).