El rey David, ya mayor, estaba a punto de dejar el trono a su hijo Salomón, quien tendría el privilegio de construir el templo de Dios. David preparó todo, pues para él este asunto era muy importante. Reunió al pueblo, le habló del futuro templo e hizo un llamado a hacer donaciones. El pueblo, de un solo corazón, ofreció materiales en abundancia para la casa de Dios. Entonces David, feliz y agradecido, dirigió a Dios la oración de alabanza y adoración que leemos en el versículo del día. Celebró su grandeza y se maravilló de tener el privilegio de ofrecer algo a un Dios tan grande y bondadoso e invitó a todos los presentes a postrarse ante Dios.
Esta alabanza brotó espontáneamente del corazón del rey David. La grandeza, el poder y la bondad de Dios produjeron en él un profundo sentimiento de su pequeñez y una adoración ferviente.
Cristianos, la bondad de Dios hacia hombres pecadores y enemigos se manifestó de forma todavía más maravillosa mediante el don de su muy amado y unigénito Hijo. Como David, nos sentimos muy pequeños ante tanta bondad. Nos unimos al apóstol Pablo para exclamar: “¡Gracias a Dios por su don inefable!” (2 Corintios 9:15). Nuestro corazón desborda de agradecimiento hacia el autor de nuestra salvación: “Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre… a él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos” (Apocalipsis 1:5-6).
Job 25-27 – Hebreos 10:19-39 – Salmo 130 – Proverbios 28:7-8