“Era huérfano y crecí en un hogar de protección social. En mi niñez no fui religioso. Durante mi adolescencia, a veces iba a la misa sin muchas ganas. Sentía una profunda soledad interior, y me preguntaba: ¿Por qué y para quién nací? La muerte me asustaba. Buscaba la verdad, e incluso la felicidad, sin creer realmente en ella. Pero Dios lo sabía; una persona de confianza me habló de la oración, me dijo que podía dirigirme a Dios de forma simple y directa. En mi desesperación invoqué a Dios.
Un día hablé con unas personas que tenían un puesto de libros cristianos en un mercado. Una de ellas me mostró que la verdad cristiana está en la Biblia. Esto me aclaró las cosas, y para saber más fui a una iglesia cristiana donde rápidamente me impresionó el amor fraternal. Allí alguien me explicó que debía arrepentirme y confesar mis pecados. La predicación que siguió me convenció de que todavía era esclavo de mi pecado. Esa noche comprendí que Jesús había muerto en la cruz por mis pecados, y entregué mi vida a Dios. Me sentí libre, como si una carga hubiese caído de mis espaldas.
A pesar de las dificultades de la vida, el vacío que sentía fue llenado con la presencia de Jesús en mí. Hace 19 años Dios sanó mi corazón de todas las heridas del pasado. Ya no tengo miedo de lo que hay después de la muerte, pues Jesús me dio la seguridad de la vida eterna. Vivo en paz con Jesús, Aquel que me amó”.
Oseas 11-12 – Filipenses 2 – Salmo 107:23-32 – Proverbios 24:7