Cabinas telefónicas destrozadas, automóviles incendiados, vitrinas rotas y otros actos violentos muestran la obra de los delincuentes, a quienes hay que castigar, dirá usted. Es cierto, pero esta maldad está en el fondo del corazón humano. A menudo la educación permite canalizar y frenar tal violencia. ¡Pero cuántas veces, debido a un cúmulo de circunstancias, nuestro corazón es desnudado! Educado o no, religioso o no, el corazón natural está marcado por el pecado. La constatación que Dios hace sobre su criatura alejada de él es tajante: “No hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:22-23).
El hombre dio la prueba irrefutable de su maldad cuando crucificó a Jesús. Las autoridades de la época habían declarado: “Habiéndole interrogado yo (Pilato) delante de vosotros, no he hallado en este hombre delito alguno de aquellos de que le acusáis. Y ni aun Herodes… he aquí, nada digno de muerte ha hecho este hombre” (Lucas 23:14-15). A pesar de esto, él, el justo, fue condenado y matado (Santiago 5:6). Jesucristo, el Hijo de Dios, se dejó crucificar; así, mediante su sacrificio, cumplió la obra a través de la cual el malo puede ser perdonado. Dios invita, pues, a todos los hombres a arrepentirse.
Todos los que anuncian ese mensaje no dudan en decir, como el apóstol Pablo: “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero. Pero por esto fui recibido a misericordia, para que Jesucristo mostrase en mí el primero toda su clemencia, para ejemplo de los que habrían de creer en él para vida eterna.” (1 Timoteo 1:15-16).
Oseas 7-8 – 2 Corintios 13 – Salmo 107:10-16 – Proverbios 24:3-4