El único juguete de una niña era una vieja muñeca a la que le faltaba una pierna. “¡Tu muñeca no es muy bella!”, le dijo alguien. Después de haberle dado un fuerte abrazo y haberla acariciado un rato, la niña la mostró a su interlocutor y exclamó: “¡Ahora es bonita!”. Esta escena me recuerda a otra niña de 4 años que decía a su madre: “¡Mamá, eres hermosa porque te quiero!”.
Parece que los niños toman espontáneamente ese carácter “transformador” del amor… Dios no nos ama porque somos honestos, hermosos o buenos, sino para que nos convirtamos en ello. Quiere hacernos buenos porque nos ama. Su amor puede producir en nosotros ese cambio.
Cuando un escultor examina un bloque de mármol bruto, no piensa en ese estado inicial, sino en la magnífica escultura en la que se convertirá cuando haya concluido la obra. Así, el amor del Señor por los suyos no está basado en lo que hay en ellos, sino en lo que hay en su propio corazón y en lo que hará de ellos: un día serán semejantes a él.
De igual manera, nuestro amor por nuestros hermanos y hermanas no debería basarse en lo bueno que hay en ellos, sino en lo que el Señor hizo por ellos, y hará de ellos. Así deberíamos vernos unos a otros. Si resaltamos los defectos de los demás, a menudo nos desanimaremos. Pero si vemos en nuestro hermano a “aquel por quien Cristo murió” (Romanos 14:15), entonces podremos amarlo como Cristo lo ama (Efesios 5:1-2).
2 Samuel 19:24-43 – Hechos 9:1-22 – Salmo 27:5-8 – Proverbios 10:20-21