Entre todas las atracciones del museo que visitamos con nuestros hijos, los espejos deformadores de la imagen fueron los más llamativos. Cada uno se divertía viendo al otro con el busto regordete o las piernas enormes, y se burlaba alegremente, sin darse cuenta de lo ridícula que también era su propia imagen.
“Conócete a ti mismo”, era el lema del filósofo griego Sócrates (470 a 399 a. C.). Pero, ¿cómo llegar a ese conocimiento? ¿Confiando en su propio juicio? ¡Es muy difícil ser juez de uno mismo! ¿Confiando en los demás? No, pues la amabilidad, el interés o la envidia falsearían su juicio. Todos nuestros espejos deforman en mayor o en menor grado. Pero existe uno totalmente verídico: la Biblia, la Palabra de Dios. Ella revela perfectamente todo lo que nos gustaría esconder, todos nuestros pecados, el fin de nuestras palabras y acciones… Es inútil creernos inocentes ante la luz de Dios. ¡Solo podemos declararnos culpables! Pero la Biblia también nos anuncia que Jesús vino para salvar a los culpables y liberar a los condenados.
Conocerse bien significa saber exactamente lo que Dios piensa de nosotros. Saber que quiere salvarnos es considerar un nuevo comienzo. Apropiarse, por la fe, del sacrificio de Cristo en la cruz es tomar ese punto de partida y empezar una vida nueva. Cristo “por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Corintios 5:15).
2 Samuel 13 – Hechos 5:1-16 – Salmo 25:1-5 – Proverbios 10:7-8