El emperador Augusto había decretado el censo de la población. Quería medir su poder a través del número de sus habitantes. Pero no imaginaba las consecuencias de esta decisión. Jesús iba a nacer en Belén, según lo anunciado por el profeta Miqueas (cap. 5:2).
Dios se sirvió de este emperador romano, quien ignoraba que su decreto solo era un instrumento en las manos de Dios para cumplir la profecía. El hecho capital era el nacimiento de este niño en Belén, y no el censo en sí. El decreto puso en movimiento todo el imperio, pero en medio de esta agitación, Dios cumplía sus planes.
Lo que parecía importante para el mundo eran las decisiones del emperador; lo que parecía insignificante, y que incluso él ignoraba, era el viaje de José a Belén. En medio de la multitud, nadie se preocupó por el humilde carpintero, por María y el niño que iba a nacer. Sin embargo, era en Belén donde el Mesías debía nacer, en el lugar y el momento escogidos por Dios. Aún es más sorprendente ver que el censo no tuvo lugar en el momento en que fue decretado, sino más tarde (Lucas 2:2). Así Dios cumple sus planes concernientes a la humanidad en su tiempo, y el hombre, incapaz de verlos, se pierde aquello que llena el corazón de Dios. Pero Dios habló y mandó escribir su Palabra. Solo por la fe, creyendo lo que Dios dice, conocemos a Jesús, el Salvador que Dios envió a la tierra.
“Dios… hace grandes cosas, que nosotros no entendemos” (Job 37:5).
Jueces 15 – Apocalipsis 17 – Salmo 146:8-10 – Proverbios 30:21-23