Simón el fariseo invitó a Jesús a su casa, pero trató al Señor como un huésped ordinario. No estimó útil ofrecerle, según la costumbre, un poco de agua para refrescar sus pies. Tampoco le dio la bienvenida con un beso. Jesús no dijo nada, aunque percibió la falta de consideración de la cual él, el Hijo de Dios, era objeto. Simplemente se sentó a la mesa. Pero una mujer de la ciudad entró en casa del fariseo. Y habiendo discernido en Jesús al Salvador de los pecadores, a su Salvador, le rindió homenaje y le dio las gracias. Entonces Jesús se dirigió al fariseo y subrayó el contraste entre su recibimiento frío, altivo, y la actitud humilde, tierna y respetuosa de aquella mujer.
Jesús ya no está en la tierra para que lo invitemos a nuestra mesa. Pero, ¿ocupa el lugar que le pertenece, el lugar de honor, es decir, el primer lugar en nuestro corazón?
Cada vez que alguien entra en nuestra casa es como si recibiésemos a Jesús (Juan 13:20). ¿Cómo lo recibimos? ¿Hacemos diferencias según el nivel social u otros criterios humanos? ¿Somos igual de amables con todos nuestros invitados? O a veces Jesús debe decirnos: “Una cosa tengo que decirte… Entré en tu casa, y no me diste agua para mis pies… No me diste beso”.
Cristianos, vigilemos para que nuestros invitados, incluso los más sencillos, hallen en nuestro hogar un refrigerio y un verdadero amor cristiano.
Jueces 11:12-40 – Apocalipsis 13 – Salmo 145:1-7 – Proverbios 30:11-14