El primer artículo de la declaración universal de los derechos del hombre afirma: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”.
Estamos de acuerdo con esta declaración, pero desgraciadamente la realidad es muy diferente. ¡Hay tantas desigualdades y situaciones indignas entre los hombres! Entonces acusamos a la sociedad, en vez de revisar nuestro comportamiento. A los que dijeron: “Jamás hemos sido esclavos de nadie” (Juan 8:33-34), Jesús explicó que los que practican el pecado (el mal) son esclavos de su propia naturaleza que les induce a pecar (Juan 8:33-34). ¿Quién puede liberarse de su pecado por sí mismo?
En esto todos somos iguales, todos somos prisioneros del pecado, y Dios no hace diferencia. Pero nos ama a todos, independientemente de nuestro origen o condición. Por ello, sin discriminación, invita a cada uno a creer en Jesucristo. Toda persona puede aceptar a Cristo como su Salvador y ser liberada de su culpabilidad.
Cuando nacemos, todos somos iguales ante Dios debido a nuestro pecado, pero al final de nuestra vida es diferente. La Biblia dice que quienes hayan creído en la obra de Jesús en la cruz irán a pasar una eternidad de paz junto al Señor, y los que no hayan creído permanecerán lejos de Dios, en medio del sufrimiento. Hoy, aún es tiempo para escoger la libertad, el gozo y la paz eternamente con Jesús, quien nos dice: “Venid a mí” (Mateo 11:28).
Jueces 3 – Apocalipsis 3:7-22 – Salmo 139:19-24 – Proverbios 29:17-18